El libro de las fugas 27 Oct 2021
El dilatante | Raúl A. Cuello
El camino de la literatura (y el cine) que la cultura francesa transitó durante el siglo pasado se nutrió de laboratorios que presentaron el gusto por indagar en lo imposible como un norte insoslayable. O quizás habría que pensar que este norte se halla, menos en consonancia con la búsqueda de lo imposible, que con la idea de subvertir todo lo que se hizo antes. Ese viejo adagio que sostiene que hay romper todo para barajar de nuevo.
Del DADA al Nouveau roman, del culto a las homofonías, a las fintas lingüísticas, los contrastes dinámicos, tímbricos o de registro, a las gestas sinológicas y/o semiológicas, con sus reglas del juego (sus reglas del yo) singulares, la literatura francesa logró condensarlo todo en una sola cosa: la deriva que propicia el acto de contar.
Hijo de todos los acercamientos de vanguardia antes mencionados, J.M.G. Le Clézio (Niza, 1940) arremete en El libro de las fugas con lo más valioso de su repertorio: lograr que la palabra escrita haga delirar a la lengua. No es casual que su primera novela llevara el título de Le Procès-verbal (traducida tontamente como El atestado) y en ella se cocinase este atributo seminal que destacamos antes. Tanto en el libro que nos convoca como en el primero de su factura, el protagonista es un joven que toma una decisión: en El libro de las fugas, como su título lo indica, lo que está en juego es el desplazamiento, el movimiento perenne, el escape. En Le Procès lo que destaca es el mantenerse en el lugar, en el contemplar, en el concretar la vida de un marginal a costa de terminar siendo, para el común denominador de la gente, un “alienado”.
Pero como sucede en las buenas novelas (en la buena escritura tout court), el viaje de J. H. (siglas del Joven Hogan, o Juanito Holgazán) se genera en el procedimiento; lo que se revela entonces es una suerte de “intimidad de las formas”. Le Clézio lo intenta (casi) todo en los sucesivos apartados: en un itinerario en clave, cuyo título es Tokio a Moscú, dice “Lenguaje que se dirige derecho al centro de las tormentas de círculo”; en Algunos insultos la enumeración torna sistema, apareciendo improperios como “¡Hijo de la chingada! ¡Tartufo! ¡Lameculos! ¡Paquidermo! ¡Culón! ¡Ladilla!”; en un Diario de los imponderables remata diciendo: que “La tierra y el cielo nacieron de la saliva de los dioses” y en la Vida de un árbol (1914-1966) seguimos de cerca su cronológico derrotero: “1934 El árbol crece derecho de nuevo; pero sus vecinos también crecen y sus hojas y raíces privan al árbol de una parte de sol y de agua. Los círculos son más angostos”. El heteróclito libro cuenta además con correspondencias, listas y sobre todo una serie de Autocríticas que se intercalan en el texto como si se tratase de un agente que va iluminando la estructura basal de una cadena de ADN.
Quizás resulte imposible saber qué se proponía el joven Le Clézio quien, al igual que su protagonista, tenía veintinueve años cuando escribió el libro. Lo que podemos conjeturar al respecto se halla, por un lado, en aquella frase que dice: “Lo invito a participar en el espectáculo de la realidad” y, por el otro, en la fórmula de cierre, acto que habilita la conversación interminable, la escritura sin fin: “Las verdaderas vidas no tienen fin. Los verdaderos libros no tienen fin. (Continuará)”.