El libro de las fugas 10 Nov 2021
Revista Ñ | Gabriel Sánchez Sorondo
Se traduce El libro de las fugas, una de las novelas tempranas del Premio Nobel Jean-Marie Le Clézio.
“Los invito a participar en el espectáculo de la realidad. Venga a ver la exposición permanente de las aventuras que relatan la pequeña historia del mundo”: aunque así no empieza El libro de las fugas, este texto de su página 21 sería un justo comienzo, a tono con lo que sigue. La proclama, evocativa de los carromatos del siglo XIX que –al menos así lo mostró el cine– recorrían los pueblos vendiendo tónicos para la calvicie o exponiendo a la mujer barbuda, expresa acabadamente el extrañamiento, la mirada virgen, la recuperación de la sorpresa infantil como voz central de esta novela.
No muy lejos de aquella capacidad de descotidianización que propicia el antropólogo brasileño Gustavo Lins Ribeiro se ubica el registro narrativo de Jean-Marie Le Clézio en esta, una de sus primeras obras. A través de su joven protagonista Hogan, el relato nos pone frente a un mundo extraordinariamente ordinario, valga el oxímoron.
Esa ordinariez exuda sus fragancias más cruentas: la modernidad que ya no lo era tanto en los años 60 (de cuando data este relato), los lánguidos aeropuertos, las megalópolis, la puerilidad del lenguaje, se funden y potencian a lo largo de un viaje geográfico y lingüístico cuyo testimonio, –en la perspectiva de Hogan y de quien lo narra– es sin embargo cándido, permeable.
La fuga de Le Clézio, o de su personaje principal aquí, es en realidad una “fuga hacia adelante”. Apelando a una referencia literaria, remite en su espíritu a la búsqueda que señala Cortázar en su nouvelle “El perseguidor”, cuyo título y tema alude a Charlie Parker, el saxofonista del bebop. En sus líneas, el autor argentino propone una válida distinción entre aquellos que, aun urgidos y quizás hasta desesperados, meramente escapan (a la bartola, sin ton ni son, atolondradamente) y quienes, en cambio, salen disparados en procura –en persecución– de algo impreciso, de algo que desconocen pero que necesitan como el agua.
¿Qué busca Hogan? “Quiero trazar mi camino y después destruirlo, y así, sin cesar. Quiero romper lo que creé, para crear otras cosas y para luego romperlas. Ese es el verdadero movimiento de mi vida” dice por ahí el protagonista. Pero elude, para fortuna del lector, los previsibles discursos del subgénero de la autoayuda. Su decir es incorrecto y profano. “Viajar, viajar impulsado por el odio”, provoca, movilizado por una pulsión no menos válida que el amor.
El viaje en cuestión, que abarca Camboya, Japón, Nueva York. Montreal, Toronto, California, México, se inscribe en la temprana condición ambulante del propio autor, que hizo de la trashumancia un estilo, una forma geográfica y emocional de la auto-indagación. De hecho, esta novela, publicada originalmente en 1969, corresponde a los años más agitados de Le Clézio, que para entonces también había conocido y escrito sobre Tailandia, se había fascinado con el hinduismo y en particular con el África, continente del cual es nativa su esposa Jenia, a quien se uniría apenas un lustro después de escribir estas páginas.
Aunque la escritura puede abordar mil mundos sin moverse de una marchita mesa de madera, cierto es que algunos grandes escritores, acaso suponiendo en ello la validación de su pluma, se adornaron de un pasado vasto en improbables peripecias marginales, episodios bélicos de dudosa comprobación y heroicas travesías carentes de testigos. Le Clézio no pertenece a este grupo: mucho antes de recibir el Nobel en 2008, su juventud lo encuentra en 1967 expulsado de Tailandia (adonde había ido en cumplimiento del servicio militar francés) por denunciar la prostitución infantil de ese país, muy consumida por la soldadesca.
Como castigo, el ejército lo envía a completar su entrenamiento en México, donde se interesa por las comunidades indígenas locales. Aquella experiencia lo lleva, ya de civil, a convivir desde fines de los 70 con indios de Panamá. Y sus periplos, de los que dejará jugosos y veraces testimonios, recién comenzaban.
Reediciones como la de El libro de las fugas nos llevan a revisitar las líneas de aquella instancia precoz del autor que entonces ya apuraba el tranco hacia la devota persecución de lo insondable, cuando el hambre de escribiente, por viajero, por joven, por urgido, resuena casi a gritos: “Ya que no puedo cambiar la vida de los hombres, como Jesucristo o como Engels, ya que no sabré siquiera jamás ser yo, absolutamente yo, yo hasta el éxtasis, esto es lo que me queda: golpear el suelo con mis pasos, extenderme, devorar el espacio”.