Rapsodia 05 Mar 2023
Cultura | Perfil | Diego Zappa
La lectura de una primera novela es siempre una marcha hacia la incertidumbre, claro que si se tiene alguna idea sobre la trayectoria que va trazando una obra en construcción (work in progress sería aquí más adecuando y previsible), esa incertidumbre decrece y entonces todo va tomando la forma más o menos inequívoca de una apuesta segura. De ahí que una novela como Rapsodia sea previsible dentro del contexto del trabajo que como traductor viene desarrollando su autor, aun teniendo en cuenta que Rapsodia fue finalista del premio Clarín de novela en 2012 y pueda o deba inferirse que su escritura es anterior a las traducciones que Zabaloy realizó de las dos últimas novelas de James Joyce: recordemos pues que Marcelo Zabaloy es el responsable de una de las tres versiones argentinas del Ulises (El Cuenco de Plata 2015) y de la primera y hasta el momento única versión completa al español del Finnegans Wake (El Cuenco de Plata 2016) -anteriormente solo se encontraban la traducción del capítulo ocho que Cátedra sacó como libro en 1992 y una versión incompleta publicada tiempo después por la editorial Lumen con la traducción de Víctor Pozanco. En 2018, El Cuenco de Plata publicó su traducción de El atentado de Sarajevo, primera novela de George Perec, y posteriormente con HCEditores, su propio sello, en 2022 presentó un trabajo oulipiano cuyo resultado es el Ulises sin la letra “a” titulado Odiseo.
Dicho todo esto y habiendo homenajeado en las últimas líneas al viejo arte del solapeo descarado, cabe enfrentarse a un manifiesto literario como Rapsodia, porque si a lo ya expuesto sobre la ingente actividad de Zabaloy como traductor y ahora también como editor le sumamos el andamiaje sobre el que está construida y se sostiene la novela, lo que tenemos frente a nosotros es algo muy parecido a un programa literario en curso, y en ese programa que a priori no tiene por qué ser excluyente aunque sí algo intimidante, en términos de recepción lectora, puede que no haya sitio para todos.
En Rapsodia no hay una trama fácilmente discernible y es muy difícil de resumir, la forma aluvional del texto y el asedio del lenguaje sobre la narración la arrastra y la vuelve imperceptible, entonces una manera aconsejable de enfrentar su lectura es desentenderse casi por completo del concepto de linealidad, aunque aquí no esté del todo socavado cierto modo autobiográfico, y la línea que traza la “promesa” de un romance lo mantiene latente. Y así como en aquella aclaración que Dante halló escrita en lo alto de las puertas del infierno: Lasciate ogni speranza, voi ch’entrate, Rapsodia en la completitud de su título, de alguna manera advierte a los incautos lectores que el viaje no será el acostumbrado y que el desvío y la dispersión serán las notas dominantes en la partitura de la novela.
Hay, como se dijo más arriba, la narración de un encuentro amoroso, la recreación de una ciudad, Bahía Blanca, y un tiempo recobrado, de ahí también la justificación de su subtítulo si es esta acaso necesaria: “Diásporas y parodias o romance de suiciudad y una chica”; el resto, como alguna vez manifestara Henry James, es la locura del arte, y ahí vamos: una novela procedimental, “un sistema de citas” y referencias, un Odradek, un ejercicio humorístico de modales paródicos y extremadamente libre donde se intuye la felicidad plena de la escritura.
Nada cuesta creer que ciertos momentos y pasajes, incluso alguna frase descarriada, fueron escritos en un estado narcotizado de plena algarabía y euforia; y como si la estructura (in)formal del libro hubiese sido pensada a la manera de un viejo arcón donde todo cabe (¿qué otra cosa podría ser una novela sino una forma omnívora que todo lo deglute y lo contiene? ¿Qué otra cosa es la Rapsodia sino un género que hace de la libertad su condición medular?), la sensación que provoca en el lector es que nada de aquello que Zabaloy imaginó en su periplo hacia el punto final quedó afuera, y a modo de un ejercicio de rápido inventariado podemos ensayar una incompleta enumeración: citas imbricadas, escritores y autores con sus nombres modificados y obras que se mezclan en frases que funcionan como enigmas y anzuelo para lectores atentos e informados, fragmentos de canciones que van desde Joan Manuel Serrat y Joaquín Sabina, pasando por Silvio Rodríguez y Chiquilín de Bachín, injertos de párrafos y páginas enteras en francés e inglés o los dos idiomas encabalgados, páginas sin puntuación, la Guerra de Malvinas y la parodia de un género de por sí paródico y cómplice, como resulta ser el periodismo castrense, y hasta un caballo de galope elegante que lo hace al compás de la progresión rítmica, monótona y repetitiva del Bolero de Ravel (los dos compases en % están transcriptos en las páginas 172 y 197), y esto último significativamente termina funcionando como espejo invertido de la libertad formal del libro, y para quien esto escribe y ya que en algún lado Zabaloy declaró que “desde la óptica moderna las obras de arte tienden a la abstracción de la música”, si algún género musical debiera representar su reflejo analógico, ese sería el free jazz.
Y así se podría seguir.