El niño de Ingolstadt 11 Nov 2022
Revista Ñ | Matías Serra Bradford
Dos nuevos libros del francés que combina con arte el ensayo y la narración: El niño de Ingolstadt y El nombre en la punta de la lengua.
No es tan común que un escritor le proponga a un lector entrar en tratativas con el silencio. Pascal Quignard habla –escribe: nos lee– como los que admiten que vienen de siglos de mutismo, al que volverán al término de su estadía terrestre. Acaso esté convencido de que el silencio es la suma –velada, restada– de las cosas que nadie contó.
Los suyos son libros plagados de blancos. Incompletista metódico, borroneó las demarcaciones entre géneros e inventó una forma de capítulos cortos y fragmentos dispares, que entre uno y el siguiente suelen descorrer jardines desiertos. Son los vacíos que le permiten rehacer, desfoliar y volver a coser el mismo libro infinidad de veces. La lengua, el enmudecimiento, el secreto, son precisamente los temas de Quignard, al igual que el aliento, la expresión, el grito. Reconducidos por una voz que balbucea, tiembla, murmura, como si su dogma fuera: la literatura debe dar otra cosa y si no lo procura más le vale callarse.
Quignard, que de niño pasó largas temporadas con la boca sellada, escribe como cuando alguien se pone a tartamudear, adrede pero sin exagerar, para otorgarle más carácter de verdad a lo que va a enunciarle al otro, cuando está a punto, por ejemplo, de describirlo. Es muy hábil, entre otras cosas, para retratar actos y disposiciones de lectura: “La retórica corta el alma de los hombres como el hacha la madera muerta”. Es muy hábil, también, para remontarse: en la historia, la música, la pintura, el derecho, la risa, lo falso, la alucinación, el sueño, el sexo, la concepción, el cuerpo, los cuervos, la nieve. Usurpa esos terrenos con escuadra y compás en la mano.
Entre la limpidez del oriental Kenko y la pringosa polivalencia de Bataille, Quignard regresa inspirado a lo primitivo, a lo mítico, al latín, al griego: “El vértigo etimológico de las palabras restituidas a sus propios llamados originarios”. Lo hace en El niño de Ingolstadt y lo hace en el cuento medieval y normando de El nombre en la punta de la lengua.
El primero recorre morosas estaciones y niveles del estar a solas, libretos encubiertos de la soledad íntegra o atomizada. Su final cae con una sentencia: “Obra, libro, dibujo, pintura no tienen ‘dentro’ sino que aparentan tenerlo. Solo la Naturaleza tiene un Dentro”. Falacia que el mismo libro se encargó de desmentir, probando de paso que ciertos silencios –como tantos mensajes– pueden ser reenviados.
La pasión entre una bordadora y un sastre debe superar una prueba y una promesa en El nombre en la punta de la lengua. El carácter hierático de los personajes los recorta mejor; no los vuelve de cartón aunque no sea difícil imaginarlos ilustrados en un tomo de gran tamaño para chicos. Libro confesional, revelador, opera en una dimensión de otro orden, bajo un aura de vela (es decir, de fábula nocturna).
Quignard se las arregla para ensayar registros dentro de algo tan breve y para ascender o descender a otros planos: “Todos los nombres se quedan en la punta de la lengua. El arte consiste en saber convocarlos cuando hace falta”. En el camino, intenta precisar, con la máxima calibración posible, momentos de suspenso, de inminencia, de dilación definitiva. Como otras no escritas con filtros de colores, la historia es tan hermosa que no puede contarse (acá, así, resumiéndola, asesinándola en un comentario, y es el crítico el que a menudo queda paralizado con un término ausente en la punta de su lengua).
¿Pascal Quignard está proponiendo un tratado de autobiografía cuando suelta “volverse un nombre que se busca, volverse uno mismo el ideal de esa lengua perdida”? En sus páginas, casi nada con facha de obviedad permanece tal: “El rostro personal es más uno mismo que un nombre propio”. Hay tela para quedarse cortando en estas setenta paginitas que caben hasta en los bolsillos más retraídos.
Algo en sus libros –lo soplan sus propios títulos: Las sombras errantes, Vida secreta– hace pensar en el derecho a hablar dormido, en la poderosa aproximación de una incógnita a punto de develarse. ¿O el que queda despierto no busca casi siempre callar suavemente al que balbucea en sueños, como si no pudiera tolerar esa pequeña música venenosa de la que es el único testigo, un desvelado que ni siquiera podrá contarle al soñador el precioso nombre pronunciado?